martes, 20 de agosto de 2019

Espacio Literario: "Martillazos"

Me desperté dormido; como anestesiado o atontado, y con los ojos completamente cerrados. No supe abrirlos. El peso de los párpados lacró cualquier intento de exploración. No tenía fuerzas para cambiar eso. Lidiaba entre un despabilamiento inevitable y el deseo ferviente de continuar sumergido en el letargo. La percepción de estar flotando en un cielo intergaláctico –oscuro, infinito y profundo- se trasladaba cíclicamente hacia ese vacío temporal que precede a desvelarse. El trance me mantenía inmovilizado; derrumbado, de espaldas y boca arriba sobre una extraña rigidez que todavía no podía identificar. Entre nebulosas, empecé a distinguir un zumbido que crecía sutilmente en mis oídos y se arrastraba lentamente con la intención de torturarme hasta teclear mi debilitado cerebro. No podía discernir en dónde estaba, qué era real y cuál era el sueño.

Aquella lucha intermitente entre el subconsciente y el inconsciente era perturbadora. Apenas si podía respirar. Este ejercicio inerte y mecanizado parecía que iba a agotar el escaso aire húmedo y gélido de alrededor. No obstante, revelé que la dificultad para inhalar provenía de un agudo dolor pectoral que comprimía el pecho contra la espalda. No tenía el control del cuerpo y mi mente jugaba conmigo, confundiéndome entre alucinaciones y espejismos. La ausencia de luminosidad, sobre todo mental, resultaba tan apabullante que trastocaba mi noción del tiempo. Un tiempo irreal, difuso y atemporal. 

La impresión de enormidad que confiere el firmamento nocturno achicó cualquier intento por revertir mi contextura petrificada. Durante la ciega disputa recurrente entre la incierta realidad y una posible ficción, sentí un frío envolvente. Noté que mi piel estaba apoyada en una superficie plana y glacial. El miedo cobró forma neuronal y ese temor reavivó algunas sensaciones. Continuaba sin poder parpadear, pero me di cuenta que el pitido que había surgido como amenaza desde los tímpanos, nunca se había detenido; y ya golpeaba las puertas de mi cabeza. Como si estuviera bajo los efectos de un sedante, intenté mover nuevamente mis extremidades, pero la tarea resultó extenuante. Advertí gotas de sudor que nacían desde la frente y que intentaban lanzarse sobre las sienes heladas. De a poco, descubrí que el ensueño emprendía la retirada, al igual que toda esa confusión dominante. 

Concebí un paulatino florecimiento de todo mi ser; como si Mr. Hyde intentara emerger desde las entrañas del Dr. Jekill. Vagamente, y a pesar de seguir aturdido, abrí pegajosamente mis pesados ojos, temiendo destapar lo peor. Así fue: la perspectiva no había cambiado y la oscuridad cósmica seguía allí. Mientras trataba de recobrar los sentidos adormecidos, me sobresalté. Sin embargo, las manos tampoco me respondían. A pesar de permanecer sólido como una escultura, atiné a elevarme, advirtiendo que –por el momento- sería imposible. El chiflido que inquietaba mi cerebro ya se había apagado. Voces humanas reemplazaron el ruido y un fuerte garrotazo de metal hizo retumbar mi cuerpo. 

-“Apúrate, José” -escuché estupefacto-. “Poné tres clavos más y después llevá el ataúd a la otra sala”. 
-“Sí, jefe”- respondió la otra voz...

S.F.