domingo, 5 de julio de 2020

Espacio Literario: "Instantáneas"

Las instantáneas son escritos breves, donde el autor recrea recuerdos en su mente y transforma aquellas sensaciones en palabras. Son reminiscencias específicas, hurgadas en la mente, pero también pueden aportar elementos de la ficción. Una instantánea es un ejercicio sensorial y reflexivo; un viaje en el tiempo que intenta rememorar situaciones que dejaron huellas y marcas en el escritor. A continuación, revelo cuatro obras sencillas; todas historias reales. 

El debut
    Era mi primera vez. Nunca había sentido algo parecido: las manos sudorosas acompañaban al resto del cuerpo en un sinfín de movimientos casi imperceptibles, pero electrizantes. Estaba aterrado. Ella no paraba de mirarme; fijo, directo a los ojos. Sabía que no podía fallarle; tampoco lastimarla. Todo estaba en juego. Mi desempeño sería decisivo. Pensaba en todas las recomendaciones de mi padre: lo que debía y lo que no podía hacer. Miré al cielo, buscando ayuda divina, pero aquel telón grisáceo se cerraba bruscamente para impedirme cualquier iluminación posible. Un sonido estremecedor me sacó del trance. Me acerqué a ella y, sobre un césped húmedo y majestuoso, con la pierna diestra, le di la primera caricia.

Mad Max
    Ahí estaba yo: manejando con imprudencia, embistiéndola una y otra vez. No solo la perseguía; buscaba el impacto. Noté las socarronas risas que se iban dibujando en mi rostro cada vez que divisaba el objetivo y cómo me empoderaba cuando en mis manos –y en mis pies- asumía el destino de ambos. Dominaba la escena y casi todas las reacciones de aquel día soleado. O de aquella tarde; no puedo recordarlo. Podía contemplar los movimientos de un niño al volante, pedaleando desesperadamente para alcanzar el blanco. Distinguí las carcajadas sin poder oírlas; pero brotaban como burbujas, elevándose hacia el cielo, aunque inaudibles. Ella disimulaba el dolor de los golpes que recibía en sus extensas piernas, pero seguía huyendo para reencontrarse nuevamente con otra feliz colisión. Eso me divertía. Nos divertíamos... Súbitamente, unos números difusos anticiparon el final que, precisamente, irrumpió con un sonido metálico, mientras el carrete de la cinta continuaba girando. La pared retomó su pálido color amarillento. Sonreí, y lloré. 

Sangre de Familia
    “...La empujó contra la mesada, agarró un tenedor y se lo clavó en la pierna. ‘¡Hijo de puta!’, grité. Ahí nomás, me abalancé para defender a mamá, pero ese demonio me arrojó por el aire. Volví y me colgué en su espalda para tratar de morderle la cara o de arañarlo. Estaba enfurecida”. Hizo una pausa. La observé detenidamente; aunque perplejo. Mientras vertía rabia de su boca, con un gesto natural y salido de contexto, me cebó un mate. Yo seguía inmovilizado, con los labios entreabiertos y los párpados extendidos al máximo. Solo mis oídos querían funcionar. Su boquete disparó nuevamente: “Tu viejo lloraba tanto que pudo haber inundado la casa; tendría cuatro o cinco años, no lo sé. De repente, por el griterío, empezaron a llegar todos, mientras 'el tipo' seguía clavándole el tenedor en la pierna de mamá. Y cuando vi que le chorreaba sangre del muslo me transformé. Le dije de todo. Lo golpeé como pude. El piso ya estaba rojo y ella, pobrecita, temblaba. Alguien los separó. Esa noche, 'el tipo' tuvo que irse de la casa porque juré matarlo ahí mismo. Fue la última vez que lo vi”.
    Cincuenta años después, la tía Poupée mantenía viva la furia contra su padre; un abuelo que no conocí. Yo solo puedo asociarlo con aquella triste y dramática escena de Hitchcock.

1982
    Vestidos íntegramente de verde y con un gorro apoyado entre alguno de sus antebrazos, aparecían todas las mañanas de aquel crudo invierno para recoger ofrendas, regalos, dinero, comida o ropa. Nosotros, de blanco, los observábamos impávidos, como si nos hubieran visitado “Pelusa” Maradona, “El Flaco” Monzón o “El Capitán” Piluso. Sin embargo, no pudimos retener -en nuestras pequeñas mentes- los nombres de aquellos “muchachos”. Los recibíamos eufóricos en las aulas y les dábamos lo que habíamos podido rescatar de nuestras casas. Nos sentíamos parte de aquella aventura que no comprendíamos, pero de la que participábamos religiosamente. Sentíamos orgullo: creíamos en una fábula incierta y, sobre todo, venerábamos a nuestros visitantes amistosos. 
     Las semanas pasaron y, a medida que el frío arreciaba, dejaron de venir. Entonces nos preguntábamos –incrédulos- qué había sucedido con aquellos héroes de plomo vivientes. ¿Por qué ya no nos necesitaban? En pocos meses, pasamos del entusiasmo a la angustia. Habíamos perdido algo más que una guerra. 

S.F.

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